
Nos dieron un machete por si nos entraba hambre, una especie de guadaña para abrirnos paso entre la maleza, agua para tener reservas, y una pequeña guía e instrucción sobre cómo moverse por la isla. Nada que unos auténticos aventureros como nosotros, con Indiana Jones metido en vena, no trajéramos ya aprendido de casa. Después de sortear serpientes marrones, de ésas que atontonan con solo mirarlas, saltamos sobre los helechos XL y llegamos a la playa del lago. A una arena más blanca que un folio sin estrenar. Al sol que tímidamente aparecía y desaparecía. Y a un agua. De nuevo, ¡qué agua! No dejábamos de mirarnos los pies. Avanzando metros y metros, el agua subía de tobillo hasta cintura, pero seguía viéndose el fondo, y a una temperatura simplemente perfecta. 
Este descanso refrescante nos animó a buscar el mar, mejor dicho, el Océano, que nos esperaba retador con olas interminables y seres vivos amenazadores. Los tiburones, fieles a su playa. Las medusas azules, de familia numerosa. Y los dingos, de aspecto inofensivo pero timador.

Resistimos ante un cielo tormentoso y nos hicimos fuertes bajo los rayos del sol en el conocido Estado de Sunshine (o Queensland, el de los 300 días de sol/año, ja!). De puntillas por la arena, descubrimos catedrales con vistas al mar y dunas para marcarse una bajada en trineo. Nos enseñaron artes marciales para (literal) defendernos agresivamente de los animales que pudiéramos encontrarnos. El plan A, pasar desapercibido; plan B, defenderse. Y así estuvimos al loro. Por si acaso.
Lo anteriormente citado es cierto. Existe. No es producto de mi imaginación. Ni de vuestra vista cansada. O quizá sí, de las dos cosas a doble dosis. Todo eso vimos en la Isla. Y hasta aquí puedo leer. El resto os queda descubrirlo cuando vengáis (voy a optar por esto de reducir la información para ver si por fin os tiento…) 
