martes, 15 de abril de 2008

“Trees can’t surf”

Esa fue la frase que me dirigió Dylan, un pitufi peliteñido y desaliñado descalzo con voz rasgada, o en otras palabras, mi instructor durante el fin de semana, después de mi primera clase práctica.

Nos fuimos de campamento. Ya avisé. De campamento de surf. Con clases teóricas y prácticas. Y con explicaciones sobre la formación de las olas, las presiones atmosféricas y las mejores playas para hacer surf. Dos días en los que empecé herniándome porque no podía con el cartapacio de tabla que me dieron. Pero oye, un par de briconsejos y enseguida nos mandaron al agua, a buscar la ola. Los cuatro pasos que nos explicaron, perfectos. Se me quedaron grabados a fuego y la ejecución, oye, también perfecta. Ahora, eso sí, la expresión artística, o el style como no dejaban de vocear, se me escapaba. De ahí los comentarios del de arriba.


Como os podréis imaginar, no hay video de mis dotes surferas. No eran tan frecuentes mis éxitos al levantarme como para poder captarlos en cualquier momento que se cogiera la cámara. Pero prometo que sí que hubo. Que me senté sobre la tabla, giré sobre mi misma al ver la ola, mi ola, y que me puse de pie. Un tanto rígida, pero llegué a la orilla de pie y todo. Nada de virguerías de tubos, giros y demás pijadas, pero me puse de pie. Aquellos que una noche de septiembre me visteis en una piscina sobre una tabla de windsurf, estaríais orgullosos de mí. Prueba conseguida.


También, y en letra pequeña, tragué agua, que el mar estaba tonto; caté todas las olas, hice malabarismos bajo el agua, y ahora no me puedo estirar del todo; pero eso sí, salí más que digna otra vez del agua con mi tabla bajo el brazo. Y otra vez herniada. Que es que yo no tengo fondo.

viernes, 11 de abril de 2008

Con permiso

Me marcho.

Porque una humilde voz en off como la mía se merece un descanso para reflexionar sobre el rumbo que lleva su vida sin voces amigas que comenten la jugada. Porque escribo, y sólo me leen mis ojos. Pues ale, me voy.
De campamento.
El lunes, más. Y menos dientes, quizá.

lunes, 7 de abril de 2008

El ruido de la persiana

Porque hoy hace seis meses que aterricé aquí, y porque se merece algo más que una mención así de refilón de vez en cuando. Sydney es la ciudad que me acoge, la ciudad europea con sabor americano y unas gotas de salsa de soja que me acoge.

Sydney crea expectativas y cuando llegas, así sin más te gusta. Igual pecas de avanzadillo y esperas más de lo que tiene. Y tiendes a compararla, por lejanía cultural y física, con otras capitales más cercanas. Pero Sydney se despega de cualquier comparación, a pesar de que siempre te recuerde a algún rincón del mundo ya conocido. Sydney escapa de parecidos razonables, o eso debería hacer, y lo dice una que a menudo abre la boca para compararla. Pero se merece un lugar aparte, porque la jovencísima esencia aussie se palpa.

Y además, engaña. Porque si tienes un día, la conoces al dedillo. Y si tienes tres, no puedes más que quejarte de que no hay tiempo suficiente para descubrirla. Porque ninguna otra ciudad tiene lo evidente, su Ópera y su puente, lo primero que esta ciudad me enseñó al llegar. Ni tampoco tiene lo propio: sus bahías interminables, su centro lineal, sus parques inmensos y sus playas australianas.

Es una ciudad de vida sencilla, tranquila, que sin embargo parece estar en plena ebullición a todas horas. La gente es lo que hace Sydney. Los jóvenes que van de ochenteros aún naciendo en los noventa; los asiáticos que llenan el centro de sonidos orientales y olores aún más; los australianos de orígenes europeos que no hacen más que festivales exaltando a sus antepasados; los extranjeros que ves a patadas; los conocidos, que te encuentras una y otra vez por la calle como si esto fuera tu barrio; y los yuppies en chanclas.

Sydney es vida al aire libre. Y se agradece. Es practicante casi profesional del deporte nacional, después de, o me atrevería a decir que mejor antes, el cricket: las barbacoas. Y experta en excusas para celebrar barbacoas, no matter when, no matter why. Deporte al que nos hemos adscrito con una barbacoa en la terraza de casa.

Porque al final Sydney hace que te adaptes a ella, y que adquieras sus hábitos de vida. Las compras en el supermercado, los viajes a lo backpacker y el despertarse sin persiana al son que marcan los sonidos de animales que en la vida podrías imaginar fuera de aquí.

Y como siempre todo al revés: los amaneceres, demasiado pronto. Los buenos días, empiezan buenos y acaba diluviando. Y el resto del mapamundi, lejos, lejos. Que solo alejándolo un poco a mí ya me da vértigo.

Siempre reniego de Sydney por estar a este lado del mundo. Pero no hay que hacerme caso, porque siempre reniego por todo, y porque si no estuviera aquí, Sydney no sería Sydney. Sin juegos olímpicos, sin Hungry Jacks en lugar de Burguer King, sin Darling Harbour ni Kings Cross, sin backpackers y schooners, sin Coles y sin pubs, sin chanclas y pies descalzos, sin Happy Hours y sin reminiscencias colonizadoras, sin cuatro calles que se repiten en toda la ciudad y sin el buen ambiente. Y con jamón, que después de seis meses, probé por fin hace un par de días en forma de bocata.

Sydney está aquí y de aquí no la mueven. Es fácil. Es sencilla, pero tiene chicha. Y aunque a veces nos enfadamos, nos llevamos bien, porque me ha regalado gratuitamente un verano de más de tres meses y una nueva perspectiva.