Y te mandan, sí. Nos fastidiaron un puente majete para mandarnos a una feria de alimentación a Nueva Zelanda. Qué mala leche, ¿verdad? Alimentación y Nueva Zelanda. Bfff. Vaya, que me perdí a Hafner por las antípodas, pero gané chorizo y San Miguel. Uno por otro.
De nuevo, no me equivocaba. Dicen que la isla sur gana por goleada a la norte, pero a mi no me gusta discriminar así porque sí, y me quedo con la dos. Que Auckland tiene su algo. El algo que hace que las ciudades se ganen un poco de ti. No se sabe si por lo que tienen o por lo que consiguen sacarte. Y Auckland tuvo para nosotros tranquilidad y un atardecer de lujo desde la torre, desde la que además del puerto, que los neozelandeses son muy de mar, se veía casi casi el otro hemisferio, que casi dábamos la vuelta por el lado cóncavo si nos poníamos de puntillas.
Nueva Zelanda, una vieja amiga, sigue ganando puntos. Y en otoño, al igual que en primavera, los árboles se sonrojan y los carretes en blanco y negro no tienen sentido.
Esta vez cambiamos los glaciares por los geysers. La fauna por la rapídisima afición a la geología con tanto mineral multicolor, tanto vaho sulfurado y tantas aguas termales.
Esta vez nos dio tiempo a ver algo de la cultura maorí, repasando “sociales”, y dejando de lado “natu”. Los ritmos de las matriarcas de las tribus son muy pegadizos; sus ojos bien redondos y primos hermanos del indio que nos acogió en octubre; y sus maneras enganchan, tanto si hablan de sus costumbres o su arte, como si bailan la “haka” con o sin All Blacks de por medio.
Me llama la tierra de los kiwis: yo hablo de mudanza y mi madre no me deja ni mentarlo. Me conformo con pensar que siempre me queda volver, porque siempre me sabe a poco. Al mismo poco que ocupa en el mapa.