Porque hoy hace seis meses que aterricé aquí, y porque se merece algo más que una mención así de refilón de vez en cuando. Sydney es la ciudad que me acoge, la ciudad europea con sabor americano y unas gotas de salsa de soja que me acoge.
Sydney crea expectativas y cuando llegas, así sin más te gusta. Igual pecas de avanzadillo y esperas más de lo que tiene. Y tiendes a compararla, por lejanía cultural y física, con otras capitales más cercanas. Pero Sydney se despega de cualquier comparación, a pesar de que siempre te recuerde a algún rincón del mundo ya conocido. Sydney escapa de parecidos razonables, o eso debería hacer, y lo dice una que a menudo abre la boca para compararla. Pero se merece un lugar aparte, porque la jovencísima esencia aussie se palpa.
Y además, engaña. Porque si tienes un día, la conoces al dedillo. Y si tienes tres, no puedes más que quejarte de que no hay tiempo suficiente para descubrirla. Porque ninguna otra ciudad tiene lo evidente, su Ópera y su puente, lo primero que esta ciudad me enseñó al llegar. Ni tampoco tiene lo propio: sus bahías interminables, su centro lineal, sus parques inmensos y sus playas australianas.
Es una ciudad de vida sencilla, tranquila, que sin embargo parece estar en plena ebullición a todas horas. La gente es lo que hace Sydney. Los jóvenes que van de ochenteros aún naciendo en los noventa; los asiáticos que llenan el centro de sonidos orientales y olores aún más; los australianos de orígenes europeos que no hacen más que festivales exaltando a sus antepasados; los extranjeros que ves a patadas; los conocidos, que te encuentras una y otra vez por la calle como si esto fuera tu barrio; y los yuppies en chanclas.
Sydney es vida al aire libre. Y se agradece. Es practicante casi profesional del deporte nacional, después de, o me atrevería a decir que mejor antes, el cricket: las barbacoas. Y experta en excusas para celebrar barbacoas, no matter when, no matter why. Deporte al que nos hemos adscrito con una barbacoa en la terraza de casa.
Porque al final Sydney hace que te adaptes a ella, y que adquieras sus hábitos de vida. Las compras en el supermercado, los viajes a lo backpacker y el despertarse sin persiana al son que marcan los sonidos de animales que en la vida podrías imaginar fuera de aquí.
Y como siempre todo al revés: los amaneceres, demasiado pronto. Los buenos días, empiezan buenos y acaba diluviando. Y el resto del mapamundi, lejos, lejos. Que solo alejándolo un poco a mí ya me da vértigo.
Siempre reniego de Sydney por estar a este lado del mundo. Pero no hay que hacerme caso, porque siempre reniego por todo, y porque si no estuviera aquí, Sydney no sería Sydney. Sin juegos olímpicos, sin Hungry Jacks en lugar de Burguer King, sin Darling Harbour ni Kings Cross, sin backpackers y schooners, sin Coles y sin pubs, sin chanclas y pies descalzos, sin Happy Hours y sin reminiscencias colonizadoras, sin cuatro calles que se repiten en toda la ciudad y sin el buen ambiente. Y con jamón, que después de seis meses, probé por fin hace un par de días en forma de bocata.
Sydney está aquí y de aquí no la mueven. Es fácil. Es sencilla, pero tiene chicha. Y aunque a veces nos enfadamos, nos llevamos bien, porque me ha regalado gratuitamente un verano de más de tres meses y una nueva perspectiva.
Sydney crea expectativas y cuando llegas, así sin más te gusta. Igual pecas de avanzadillo y esperas más de lo que tiene. Y tiendes a compararla, por lejanía cultural y física, con otras capitales más cercanas. Pero Sydney se despega de cualquier comparación, a pesar de que siempre te recuerde a algún rincón del mundo ya conocido. Sydney escapa de parecidos razonables, o eso debería hacer, y lo dice una que a menudo abre la boca para compararla. Pero se merece un lugar aparte, porque la jovencísima esencia aussie se palpa.
Y además, engaña. Porque si tienes un día, la conoces al dedillo. Y si tienes tres, no puedes más que quejarte de que no hay tiempo suficiente para descubrirla. Porque ninguna otra ciudad tiene lo evidente, su Ópera y su puente, lo primero que esta ciudad me enseñó al llegar. Ni tampoco tiene lo propio: sus bahías interminables, su centro lineal, sus parques inmensos y sus playas australianas.
Es una ciudad de vida sencilla, tranquila, que sin embargo parece estar en plena ebullición a todas horas. La gente es lo que hace Sydney. Los jóvenes que van de ochenteros aún naciendo en los noventa; los asiáticos que llenan el centro de sonidos orientales y olores aún más; los australianos de orígenes europeos que no hacen más que festivales exaltando a sus antepasados; los extranjeros que ves a patadas; los conocidos, que te encuentras una y otra vez por la calle como si esto fuera tu barrio; y los yuppies en chanclas.
Sydney es vida al aire libre. Y se agradece. Es practicante casi profesional del deporte nacional, después de, o me atrevería a decir que mejor antes, el cricket: las barbacoas. Y experta en excusas para celebrar barbacoas, no matter when, no matter why. Deporte al que nos hemos adscrito con una barbacoa en la terraza de casa.
Porque al final Sydney hace que te adaptes a ella, y que adquieras sus hábitos de vida. Las compras en el supermercado, los viajes a lo backpacker y el despertarse sin persiana al son que marcan los sonidos de animales que en la vida podrías imaginar fuera de aquí.
Y como siempre todo al revés: los amaneceres, demasiado pronto. Los buenos días, empiezan buenos y acaba diluviando. Y el resto del mapamundi, lejos, lejos. Que solo alejándolo un poco a mí ya me da vértigo.
Siempre reniego de Sydney por estar a este lado del mundo. Pero no hay que hacerme caso, porque siempre reniego por todo, y porque si no estuviera aquí, Sydney no sería Sydney. Sin juegos olímpicos, sin Hungry Jacks en lugar de Burguer King, sin Darling Harbour ni Kings Cross, sin backpackers y schooners, sin Coles y sin pubs, sin chanclas y pies descalzos, sin Happy Hours y sin reminiscencias colonizadoras, sin cuatro calles que se repiten en toda la ciudad y sin el buen ambiente. Y con jamón, que después de seis meses, probé por fin hace un par de días en forma de bocata.
Sydney está aquí y de aquí no la mueven. Es fácil. Es sencilla, pero tiene chicha. Y aunque a veces nos enfadamos, nos llevamos bien, porque me ha regalado gratuitamente un verano de más de tres meses y una nueva perspectiva.
2 comentarios:
Al final os llevais bien? claro, a quién podrías no gustarle tu.
Qué cosas tiene el mundo... Tú has descubierto un verano de más de tres meses y yo que no existen ni la primavera ni el Otoño. En cualquier caso, sí que te fuiste lejos xula. Pero lejos, lejos... Aun así no te preocupes, que far away no te cambia y sigues estando cerquita.
Un besote!
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