Los atardeceres y los amaneceres. Que se inventaron en Kakadu, provincia de Darwin. Porque Darwin para nosotros no ha tenido más que aeropuerto de ida y vuelta, y el resto lo hemos encontrado en mitad del Parque Nacional, uno de los pocos que son a la vez Patrimonio de la Humanidad tanto natural como cultural. Ahí es nada. Como nada hubo que se nos quedara en el tintero.
Coincidimos con la temporada seca. Y todo lo que esconden las lluvias hasta abril fue pasando en plan desfile de la temporada delante de nuestros ojos. Aborigen tras pintura. Pintura tras catarata. Catarata tras cocodrilo. Cocodrilo tras puesta de sol. Una lista de instantáneas encadenadas y comentadas al fresco de una tienda de campaña y bajo las estrellas de este hemisferio, al amparo de los dingos.
A Kakadu se le exige mucho, porque es la pera, y debe demostrarlo. Y Kakadu da. Se hace querer y regala. Sus cataratas vienen a pares; las pozas son como lagos; y el agua oscurece y se hace transparente por momentos, para de nuevo hacer un regalo permitiendo observar el fondo y su fauna tortuguil.
Regala reflejos, completamente simétricos, escandalosamente bonitos.
Regala amaneceres en los que los cocodrilos remolonean.
Despierta a los pájaros que a mi humilde ojo se multiplican por momentos. Y nosotros nos echamos hacia atrás y simplemente disfrutamos del desfile: de las vistas del Rey León. Aquí el pequeño Simba se presentó en sociedad. De las pinturas aborígenes, claro ejemplo de cómo no salirse mientras uno colorea. De los madrugones de casi soltar una lagrimilla. Temprano y tiritando para coger primera fila, y siendo siempre los últimos. De las rutillas de sube y baja a la carrera. Siempre tras un septuagenario en mocasines Kensingtonshire.
Una vez allí, no puedes más que ponerte la chapa de modernito de “I love nature”, bajarte el sombrero sobre la cara al estilo Indi para dormir y esbozar una sonrisa. Porque nos ha gustado. Chulíiiiiisimo.
Regala reflejos, completamente simétricos, escandalosamente bonitos.
Regala amaneceres en los que los cocodrilos remolonean.
Despierta a los pájaros que a mi humilde ojo se multiplican por momentos. Y nosotros nos echamos hacia atrás y simplemente disfrutamos del desfile: de las vistas del Rey León. Aquí el pequeño Simba se presentó en sociedad. De las pinturas aborígenes, claro ejemplo de cómo no salirse mientras uno colorea. De los madrugones de casi soltar una lagrimilla. Temprano y tiritando para coger primera fila, y siendo siempre los últimos. De las rutillas de sube y baja a la carrera. Siempre tras un septuagenario en mocasines Kensingtonshire.
Una vez allí, no puedes más que ponerte la chapa de modernito de “I love nature”, bajarte el sombrero sobre la cara al estilo Indi para dormir y esbozar una sonrisa. Porque nos ha gustado. Chulíiiiiisimo.