

Nos dieron un machete por si nos entraba hambre, una especie de guadaña para abrirnos paso entre la maleza, agua para tener reservas, y una pequeña guía e instrucción sobre cómo moverse por la isla. Nada que unos auténticos aventureros como nosotros, con Indiana Jones metido en vena, no trajéramos ya aprendido de casa. Después de sortear serpientes marrones, de ésas que atontonan con solo mirarlas, saltamos sobre los helechos XL y llegamos a la playa del lago. A una arena más blanca que un folio sin estrenar. Al sol que tímidamente aparecía y desaparecía. Y a un agua. De nuevo, ¡qué agua! No dejábamos de mirarnos los pies. Avanzando metros y metros, el agua subía de tobillo hasta cintura, pero seguía viéndose el fondo, y a una temperatura simplemente perfecta. Este descanso refrescante nos animó a buscar el mar, mejor dicho, el Océano, que nos esperaba retador con olas interminables y seres vivos amenazadores. Los tiburones, fieles a su playa. Las medusas azules, de familia numerosa. Y los dingos, de aspecto inofensivo pero timador.




